por John Dinges (Click here to read the original article in English)
Publicado originalmente en The Nation, 12 de septiembre de 2022
El gobierno de Boric puede recuperarse del rechazo desigual de la nueva Constitución de Chile si aprovecha la energía que hay detrás del movimiento reformista del país.
En la política debería existir la regla de que si te cuesta explicar algo, no puedes construir un movimiento en torno a ello.
El nuevo proyecto de Constitución de Chile–derrotado rotundamente en un referéndum a principios de septiembre–tenía 388 artículos y el tamaño de un pequeño libro de bolsillo. Consagraba 100 tipos de derechos, tales como el asesoramiento jurídico gratuito y el acceso a Internet. Fue redactado por un grupo de representantes electos, a veces estridente, muchos de los cuales tenían opiniones firmes sobre un tema u otro, pero que por lo demás compartían poca experiencia política. Y sí, hubo una delegada que fingió una grave enfermedad para ser elegida; y otra que se quitó la camisa para dirigirse a la convención.
Lo siento; hay más. Un grupo de personas que participaba en una manifestación oficial a favor de la Constitución realizó un acto sexual simulado, utilizando un asta que mostraba la bandera chilena.
El proceso fue muy fácil de caricaturizar. Y la prensa derechista chilena se divirtió haciéndolo. Los opositores a la nueva Constitución, encabezados por la derecha pero con algunos líderes centristas, se oponen a la creación de un “estado plurinacional” con sistemas judiciales independientes para múltiples grupos étnicos. Una encuesta realizada a los votantes mapuches–miembros del grupo étnico más grande del país–mostró que sólo el 12% estaba a favor de la creación de un estado plurinacional, y una gran mayoría desconfiaba del proceso.

Los partidarios de la Constitución fueron incapaces de señalar una visión coherente y unificadora en torno a la cual pudiera formarse un consenso. Al final, los defensores se vieron obligados a argumentar que impulsarían una serie de mejoras en el complejo documento, siempre que los votantes lo aprobaran primero.
Eso fue difícil de explicar. Los votantes no se lo creyeron, y lo rechazaron por un rotundo margen de 24 puntos en un referéndum celebrado el pasado domingo.
La derrota fue abrumadora y humillante, especialmente para el nuevo presidente de izquierda, Gabriel Boric. El rechazo varió poco en función de la edad, la clase y los ingresos. Ni una sola ciudad o región importante votó a favor.
Sin embargo, hay mucho espacio para el optimismo tras el referéndum. Los líderes de la derecha del país, mejor organizados y financiados y que se benefician de la prensa monolíticamente conservadora de Chile, intentaron enmarcar el rechazo como una victoria política. Pero se equivocan. Sigue existiendo un movimiento masivo por el cambio en Chile, y en las próximas semanas es probable que se aglutine en torno a un segundo intento, más ordenado, de salvar el corazón de la Constitución recientemente rechazada.
La nueva Constitución prometía ser quizás la más progresista jamás redactada. Leí la mayor parte de ella y me pareció un documento inspirador, aunque no de fácil lectura. El principal mérito era purgar el sistema político chileno de la anterior Constitución, impuesta por la dictadura del general Augusto Pinochet en 1980. El núcleo de ese documento–redactado en consulta con Milton Friedman y un grupo de economistas libertarios de extrema derecha de Estados Unidos–era el concepto de “estado subsidiario”: la idea de que las fuerzas económicas deben funcionar libres de la regulación gubernamental, excepto cuando no haya otra alternativa. El impacto práctico de este modelo fue mantener a raya las elecciones democráticas mediante un sistema de senadores designados y juntas especiales de supervisión. Los militares no estaban sujetos al control civil, un acuerdo que era más que semifascista. Se podría decir que Chile fue el país donde Milton Friedman se enamoró de Francisco Franco.
Las enmiendas introducidas hace más de una década modificaron algunos de los aspectos más draconianos de la Constitución de Pinochet, pero su visión económica y su régimen normativo siguieron siendo fieles a los dogmas del neoliberalismo.
El núcleo de la nueva Constitución refuerza en gran medida las obligaciones del Estado para mejorar los derechos laborales, de género y de los consumidores, así como para renovar el desfinanciado sistema educativo público, medidas que suscitaron poca oposición pública en el periodo previo a la votación del referéndum. Se garantiza a las mujeres “al menos” la mitad de los puestos en las instituciones estatales. Invirtiendo el orden del régimen neoliberal, la Constitución protege fuertemente la propiedad privada, al tiempo que la define como un bien social en un contexto ecológico. Vale la pena citarla (Artículo 18):
Toda persona, natural o jurídica, tiene derecho de propiedad en todas sus especies y sobre toda clase de bienes, salvo aquellos que la naturaleza ha hecho comunes a todas las personas y los que la Constitución o la ley declaren inapropiables.
Corresponderá a la ley determinar el modo de adquirir la propiedad, su contenido, límites y deberes, conforme con su función social y ecológica.
A pesar de las afirmaciones de la oposición derechista, la Constitución no es un documento socialista, ni mucho menos. Sus disposiciones económicas y monetarias no suscitaron controversia y, de hecho, obtuvieron el visto bueno de publicaciones empresariales como Bloomberg News. Pero poner el medio ambiente en el mismo plano que la economía es una idea radical, además de una respuesta oportuna al acelerado cambio climático.
Los derechos de agua, por ejemplo, son actualmente un producto de mercado que se vende al mejor postor. El inmenso río Aconcagua, cuya cabecera se encuentra en los prístinos glaciares que descienden desde los 6.000 metros de altura del monte Juncal, está muy mermado por las plantaciones de paltas y las empresas mineras de su cuenca. El río se ha secado antes de llegar al Océano Pacífico, a menos de 100 millas de distancia.
La nueva Constitución define el agua como “incomerciable”. Los cientos de magníficos glaciares de Chile también han sido designados como recursos naturales, y se les ha concedido una protección especial en virtud de la Constitución propuesta.
Sí, es difícil explicar en un eslogan conciso o en una nota de prensa por qué la Constitución pretende reflejar un amplio consenso en torno a los derechos de las mujeres y de los indígenas, al tiempo que obtiene un apoyo masivo a la protección de los consumidores y del medio ambiente. Y esa es una de las principales razones por las que la cacofonía de la oposición en muchos frentes–incluidas las campañas de desinformación–condujo al rechazo masivo de estas garantías.
Un resultado humillante
El fracaso se ha achacado a la inexperiencia de los jóvenes políticos del gobierno de Boric, y el líder, de 36 años, no ha rehusado asumir la responsabilidad. El resultado fue “humillante”, dijo, y tras la derrota del referéndum reorganizó su gobierno y puso en marcha una iniciativa para elaborar un documento nuevo y más sencillo.
La humildad no fue un sentimiento compartido por otros líderes de la izquierda asociados a la fallida convención. “Gracias a los chilenos por despreciar a su propio país”, escribió un ex delegado en Twitter.
Diego Ibáñez, portavoz del partido de Boric, Convergencia Social, dijo que regañar a la gente por no “pensar como nosotros” es una reacción absolutamente equivocada.
“Yo creo que hay un castigo a la soberbia”, dijo. “Creo que el Apruebo no terminó por construir un imaginario de otro Chile posible, que ofreciera mayor seguridad a la ciudadanía para optar por el cambio. No bastaba un catálogo de derechos sociales, sino comunicar a la ciudadanía en su propio lenguaje una filosofía distinta que les diera confianza. En ello fallamos y hay que ser muy honestos en transmitir, para poder levantarse y seguir este proceso “. [1]
El doloroso relanzamiento del proceso constitucional comenzó esta semana, con negociaciones en el Congreso y nuevas caras más experimentadas en el gabinete de Boric. El presidente despidió a su ministro del Interior, un amigo íntimo, y degradó a su principal asesor político, el ex líder estudiantil Giorgio Jackson, que había dirigido la campaña del gobierno a favor de la aprobación.
Sus sustitutos son dos políticos experimentados que habían trabajado con la presidenta Michele Bachelet, la líder más querida de la izquierda del establishment. El puesto más importante del gabinete fue para Carolina Toha, también una exitosa ex alcaldesa del municipio de Santiago, que incluye el centro de la extensa ciudad. El puesto clave de la secretaría de la presidencia se asignó a Ana Lya Uriarte, que en su primer día convenció a los líderes de la derecha para que dieran marcha atrás en su anunciado boicot a las negociaciones para la reescritura de la Constitución.
Un movimiento sin líderes
Las bases para el éxito en el futuro dependen de una ecuación política poco complicada. Una enorme mayoría–casi el 80 por ciento–apoyó el plebiscito de 2020 rechazando la Constitución de Pinochet y poniendo en marcha la convención constitucional. El movimiento para cambiar el sistema de gobierno de Chile fue impulsado por una serie de protestas populares masivas que comenzaron en octubre de 2019. Ese movimiento puso a más de un millón de personas en las calles en una sola manifestación, un evento que se repitió la semana pasada cuando las fuerzas a favor de la aprobación organizaron una manifestación pacífica y llena de música con una multitud estimada en más de 100.000 personas.
Los elementos centrales de este movimiento por el cambio parecen estar intactos, a pesar de la votación aplastante contra la nueva Constitución. Boric tendrá que canalizar sus profundas reservas de habilidad política para orquestar una segunda redacción y una iniciativa de aprobación que evite las pifias de la campaña del referéndum de septiembre. Boric está firmemente identificado con el movimiento y el proceso, pero no lo controla, y lo mismo ocurre con los partidos de centro-izquierda de su coalición.
Chile no es otra nación sudamericana convulsionada por corrientes desestabilizadoras de gobierno populista autoritario, en el molde de Brasil. De hecho, la revuelta contra el régimen neoliberal de Pinochet podría calificarse más bien de anarquista que de populista. Tiene un lado oscuro. Durante la revuelta de 2019, los manifestantes destrozaron e incendiaron estaciones de metro; una iglesia católica fue saqueada; escuadrones de “Primera Línea” vestidos de negro blandieron garrotes y escudos en enfrentamientos con la notoriamente brutal policía militarizada de Chile.
La administración de Boric no ha visto repetirse la violencia. La mayoría de los observadores políticos de Chile le atribuyen haber calmado las aguas en 2020, cuando las protestas amenazaban con salirse de control.
Al mismo tiempo, su índice de aprobación se ha desplomado. Entre otras crisis, Chile se ha visto afectado por la alta inflación y la sequía. La ambiciosa agenda de reformas de Boric no ha hecho más que empezar y, para reconducirla hacia el consenso, debe ahora dirigir un movimiento sin líderes en una reescritura ordenada de la primera reforma constitucional del país.
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[1] Ex-Ante, 6 de septiembre de 2022, Diego Ibáñez, vocero de Convergencia Social: “Hay muchos convencionales que se congelaron en el tiempo del calor del estallido”