por Pascale Bonnefoy M. (Click here to read this article in English)
- LEA TAMBIEN: Dentro del Instituto Médico Legal I: Cadáveres al amanecer
- LEA TAMBIEN: Dentro del Instituto Médico Legal II: Autopsias sucintas
En los caóticos primeros tres meses que siguieron el golpe militar, mientras los cuerpos de las víctimas se apilaban en la morgue de Santiago, el Servicio Médico Legal (SML) trasladó a cerca de 190 fallecidos sin el conocimiento de sus familias al Cementerio General. En 120 casos, sus identidades ya habían sido confirmadas por el Registro Civil. No obstante, muchos de ellos terminaron enterrados en el Patio 29 del camposanto mientras sus familias seguían buscándolos en regimientos, cárceles y comisarías.
Como parte de la investigación El circuito burocrático de la muerte – Ejecuciones en Chile 1973, ArchivosChile indagó en los procedimientos del SML para el retiro o salida de cadáveres y cotejó los datos oficiales de la morgue con información de otras fuentes sobre el destino de esas mismas personas, descubriendo grandes disparidades.
Por razones sanitarias y de espacio, cada cierto tiempo los cadáveres de las víctimas de la dictadura militar en la morgue que no eran reclamadas eran subidos a vehículos del SML o del propio Cementerio General y llevados a su entierro en total sigilo.
De los casi 690 muertos tras el golpe militar en la capital, unos 190 no fueron reclamados por sus deudos, ya sea porque las familias aún no sabían que habían muerto o porque habían quedado como NN en la morgue y no tenían cómo enterarse. En esos casos, se enviaba al estafeta de la morgue al tribunal o fiscalía para obtener una autorización judicial de entrega del cuerpo y los trasladaba el propio servicio al cementerio.
“Esto se hacía cuando había demasiado hacinamiento en los frigoríficos, generalmente cada tres semanas. Entonces, se llevaban en ataúdes que proporcionaba el Cementerio General, se colocaban dos o tres cadáveres por ataúd, y se iban,” afirmó el entonces asesor legal del SML, Gilberto Rudolph, a ArchivosChile.
En esa época, Melentina Hernández era funcionaria administrativa en la sección Tanatología. Transcribía los informes de autopsia manuscritos que entregaban los médicos y llenaba las carátulas de los protocolos de autopsia y los certificados médicos de defunción, con los que el Registro Civil después inscribía la defunción y extendía el certificado de defunción a los familiares.
Su oficina quedaba a la entrada de la puerta principal, al lado derecho, donde atendía al público a través de una ventanilla. Recuerda que en esos días, el aumento de público era “una locura”. “No teníamos tiempo para ir a colación o ir al baño. No nos daba abasto para llenar tanto papel y atender a tanta gente. Trabajábamos hasta después del toque de queda, entonces nos iban a dejar a casa en un furgón del Instituto con una patrulla de escolta,” relató a ArchivosChile.
Según Hernández, su oficina elaboraba una lista de las personas no reclamadas y gestionaba la publicación de esa lista en un diario, señalando que esas personas serían trasladadas a una fosa común.[1] Luego de algunos días, afirma, se enviaban los cuerpos al Cementerio General.
“El cementerio decidía si iba al crematorio o eran enterrados; eran muchos cadáveres”, dijo.
Retiros ficticios
Según el Reglamento Orgánico del SML, los cadáveres no reconocidos o abandonados debían entregarse al Servicio Nacional de Salud para su sepultación. De los casi 690 cuerpos que el SML registra como trasladados al Cementerio General entre el 11 de septiembre y fines de diciembre de 1973, cerca de 190 fueron llevados directamente por el Servicio y no por sus familiares, según registros de la morgue. Sin embargo, el número podría ser mucho mayor.
No siempre el registro del SML reflejaba la realidad. “En los protocolos de autopsia a veces aparece como que la familia vino a buscar al fallecido, entregó la ropa para vestirlo y se lo llevó. Pero eso no es siempre verdad. En ese caso, no se lo hubieran llevado a los patios comunes del cementerio,” afirmó a ArchivosChile la antropóloga forense del SML, Marisol Intriago.
El caso de Humberto Escobar Escobar, un trabajador de 25 años ejecutado el 14 de octubre de 1973, es elocuente. Según el registro del Servicio Médico Legal, su cuerpo fue retirado de la morgue por su cuñado ocho días después. Pero el Informe Rettig consigna que después de recorrer centros de detención y hospitales, su cónyuge acudió al IML, donde le dijeron que los restos de Escobar ya habían sido trasladados al cementerio. Su identidad había sido confirmada por el Registro Civil recién el 30 de octubre. En el cementerio, le informaron a la familia que había sido sepultado en el Patio 29. Su cuerpo fue exhumado y cremado en 1981 por el propio cementerio, cuando hubo una remoción e incineración masiva de los enterrados en el Patio 29, sin la autorización ni el conocimiento de la familia.
No está claro si este tipo de situación ocurrió por negligencia o deliberadamente, como una manera de “normalizar”, en el papel, la entrega de cadáveres a sus deudos.
Lo mismo les sucedió a Álvaro Acuña Torres, José Machuca Espinoza, Sergio Aguilar Núñez y Guillermo Arriagada Saldías, ejecutados en el Puente Bulnes el 24 de septiembre de 1973, y a Dagoberto Lefiqueo Antilef y Florencio Cuéllar Albornoz, fusilados el 14 de octubre en el mismo lugar. De acuerdo a los libros del Cementerio General a los que ArchivosChile tuvo acceso, todos ellos fueron enterrados en el Patio 29 y permanecieron ahí hasta 1981, cuando sus restos fueron exhumados e incinerados. El libro del SML, no obstante, señala que Lefiqueo fue retirado desde la morgue por su madre, Cuéllar por su conviviente, Acuña por un hermano, Machuca por su conviviente, Aguilar por su cuñada y Arriagada por su abuela.
“A algunas familias se les dijo que les entregarían el cuerpo, entonces traían la ropa para vestirlo y conseguían el certificado de defunción y el pase de sepultación, pero cuando llegaban a retirar el cuerpo, se encontraban con que ya había salido al cementerio. Cuando iban a consultar al cementerio, era tal el caos que era difícil averiguar dónde exactamente estaba sepultado,” dijo Intriago.
La mayoría de las personas trasladadas por el propio IML al cementerio, sin el conocimiento de sus familias, ya estaban plenamente identificadas a través de las muestras dactiloscópicas enviadas al Servicio de Registro Civil. Unas 70 eran personas no identificadas (NN). Otros 107 también salieron del IML al cementerio, pero los registros del IML no indican si fueron retirados por familiares o trasladados directamente por el Servicio.
Salir de la morgue
Cuando una persona reconocía a la víctima, comenzaba el papeleo. La entrega de los cadáveres debía hacerse con autorización judicial y una vez lograda esa autorización, recién entonces se pedía la orden de autopsia del tribunal. El SML tenía un formulario que el juez del juzgado del crimen o la fiscalía militar debía timbrar y firmar. Ese formulario comprendía tres cosas: la orden de autopsia, la orden para inscribir la defunción y la autorización para la entrega del cuerpo.
A menudo eran las propias familias -y a veces las funerarias que se ofrecían para hacerlo- las que debían gestionar esa documentación, yendo ellos mismos al tribunal. Una vez con la orden judicial, la suboficina Independencia del Registro Civil, cuya oficina estaba a la entrada del portón sur del IML, entregaba el certificado de defunción y el pase de sepultura para que los deudos los retiraran.
No era un proceso sencillo ni exento de irregularidades, como denunció Juan Antonio Zúñiga, hijastro de Salvador González, un heladero de 63 años de la población La Legua. El 18 de septiembre de 1973, González había salido a vender helados, al parecer durante el toque de queda, y como era un poco sordo, declaró el hijastro, no escuchó cuando los militares le ordenaron detenerse. Lo balearon y le dieron muerte. Extrañamente, su cuerpo aparece ingresando a la morgue mucho tiempo después, el 4 de octubre, según el libro de ingreso del Instituto Médico Legal. La Segunda Fiscalía Militar asumió la jurisdicción legal del caso.
Sin embargo, Zúñiga declaró ante la Policía de Investigaciones[2] que para retirar el cuerpo de su padrastro en la morgue, debió firmar un documento que indicaba que González había fallecido en un accidente de tránsito, a pesar de que el informe de autopsia claramente indicaba que murió por heridas de bala.
Informes de autopsia “rezagados”
Los informes de autopsia, tarde o temprano, llegaban a juzgados y fiscalías militares. De hecho, en un oficio del 11 de enero de 1974, el Director del SML, Dr. Alfredo Vargas, urgió al médico legista Exequiel Jiménez a que apurara la firma de informes de autopsia para su despacho a tribunales, ya que se estaban acumulando sin enviar. El Dr. Vargas enumeró 74 informes del año 1973, e incluso dos de 1972, que el Dr. Jiménez aún no firmaba. De ellos, 11 correspondían a la jurisdicción de la Segunda Fiscalía Militar: casi todos obreros consignados en el Informe Rettig como víctimas de la represión política.
A comienzos de 1974 se abrió un sumario interno en contra del Dr. Jiménez por la lentitud en la firma de informes de autopsia y que impedía su despacho a tribunales.
El médico se defendió, alegando que en “el último trimestre del año pasado [1973], por razones conocidas, la presión de trabajo aumentó notablemente en este servicio. Es así como durante ese lapso hubo que efectuar, corregir y despachar alrededor de 200 informes. En estas condiciones de apremio, algunos de ellos quedaron rezagados.”
Como parte de ese sumario, se elaboró una lista de informes de autopsia y el tiempo transcurrido entre la orden judicial para efectuar la autopsia, y la firma del informe por el médico. Ahí quedó registrado que, en el caso de las fiscalías militares, los informes eran enviado a veces con casi un mes de atraso. Pero siempre llegaron.
Las autopsias se realizaban antes de contar con la orden judicial para practicarla y sin la existencia de ningún parte policial. Debían hacerse según la orden de llegada de los cadáveres y adecuándose a los turnos y horarios de los médicos-legistas, por lo que no se podía esperar uno o dos días a que llegara la orden judicial para comenzar, asegura el ex asesor legal Rudolph. La orden de autopsia se pedía después.
Sólo una vez Rudolph recuerda que militares pidieron los informes de autopsia de dos personas, pero de manera irregular. Eran dos tenientes coroneles que llegaron a la oficina del director, el Dr. Vargas, con quien se encontraba reunido en ese momento.
Rudolph recuerda que el Dr. Vargas les dijo que les entregaría los informes de las pericias sólo si traían una orden judicial. “Los oficiales le respondieron: ‘¡Somos militares!’ Recuerdo que el Dr. Vargas les contestó: ‘Miren, dos Presidentes de la República me han llamado para pedirme resultados de autopsias y nunca les di los resultados.’ Los militares se retiraron muy molestos”, relata.[3]
La salida de Enrique Ropert
Para los familiares de ejecutados políticos, el proceso para retirar los restos de sus seres queridos presentaba riesgos, como lo atestigua el caso de Enrique Ropert Contreras, de 20 años. Ropert era hijo de la asistente personal del Presidente Allende, Miria Contreras, la Payita, y había sido arrestado el mismo día del golpe militar en las afueras de La Moneda cuando fue a dejar a su madre al palacio presidencial junto a miembros del Dispositivo de Seguridad Presidencial (GAP).
Ropert fue ejecutado en el Puente Bulnes nueve días después, pero no fue sino hasta el 1 de octubre que alguien llamó por teléfono a una tía suya, Mitzi Contreras, para avisarle que su nombre aparecía en una lista en la puerta de la morgue.[4] Esa misma noche, su casa fue allanada por el Ejército, siendo detenidos un hijo y un yerno. Al día siguiente, Mitzi Contreras partió a la morgue con un amigo, y los hicieron pasar a la Sala de Exposición, donde yacían los cadáveres.
Encontraron a Ropert entre los muertos, desnudo, con impactos de bala en la cabeza y el tórax y hematomas en la región abdominal. A sus pies había un par de prendas de ropa y estaba sin identificación.
Mitzi Contreras estaba preocupada por cómo hacer los trámites para retirarlo, ya que en esas semanas, su hermana, madre de Enrique, era buscada intensamente por los militares. Un portero de la morgue le advirtió que hiciera rápido las gestiones, ya que, le dijo, “los llevarían a todos a una fosa común” al otro día.
Sin embargo, no pudo retirar el cuerpo ese tarde, y regresó al día siguiente acompañada de su hijo Roberto Freraut.
“Ingresamos al final del Instituto Médico Legal. Era una bajada a un subterráneo, y estaba lleno de cadáveres: cientos de cadáveres todos apilados unos sobre otros. Apenas se podía avanzar. Los pasillos estaban igual de llenos,” dijo Freraut a ArchivosChile. “Una persona me preguntó si venía por Enrique Ropert. No sé si era alguien que podría ayudar o en realidad querían que lo identificáramos para llegar hasta donde mi tía”.
En la morgue se encontraron con algunos parientes y con Lucía Salas, una antigua amiga de la familia con quien no habían tenido contacto en años. La mujer “de inmediato comenzó a presionarme para que le dijera donde estaba mi hermana Miria y sobrinos Max e Isabel. Dijo que quería hacer de ‘puente de plata’ entre la Junta y nosotros,” declaró Mitzi Contreras. Su hijo le advirtió que la mujer podría ser agente, y que además, había unos seis agentes de seguridad siguiéndolos en la morgue. En el cementerio, volvieron a encontrarse con Lucía Salas, quien resultó pertenecer al Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea.[5]
Cinco días antes de la ejecución de Enrique Ropert, la Segunda Fiscalía Militar había concluido un sumario en su contra por porte de arma de fuego. En su dictamen, el fiscal militar había propuesto una pena de cinco años de presidio.
Escasez de ataúdes
Había un problema logístico adicional: no había suficientes ataúdes. Las funerarias fueron obligadas a donar urnas y el Cementerio General entregó los ataúdes del crematorio — las urnas que habían utilizado las personas cremadas y que normalmente se donaban a instituciones de caridad para el uso de indigentes.
Era tal el colapso en la morgue, que por un tiempo incluso se pidió a funcionarios del cementerio ir al IML a encajonar cadáveres ellos mismos y llevarlos de vuelta en camiones del propio cementerio.
En muchos casos, debieron enterrar dos cadáveres por urna, uno con los pies a la cabeza del otro. Para que cupieran, los cajones quedaban sin tapa y así mismo los enterraban. Este procedimiento fue confirmado por la forense del SML, Marisol Intriago, quien dijo que los cuerpos enterrados en una sola urna y exhumados del Patio 29 en 1991 estaban ordenados de esa manera.
“Cargábamos el camión del servicio, lo descargábamos en el cementerio, los sepultábamos y de vuelta a la morgue. A veces hacíamos dos o tres camionadas diarias. En un camión se pudo meter doce a catorce cajones,” relató un funcionario del cementerio, “Roberto”, al diario La Nación en 1991.[6] Esto fue confirmado por un funcionario que trabajaba en servicios generales del cementerio en esa época, y quien no quiso ser identificado, en entrevista con ArchivosChile.
En el Cementerio General terminarían enterrados en el Patio 29, y en algunos casos cuyo número no ha sido posible confirmar, iban directo en el crematorio.
- LEER MAS: El silencio del Cementerio
[1] Melentina Hernández no recuerda en qué diario se publicaban esas listas. Una revisión de la prensa de la época no da cuenta de ninguna publicación de esta naturaleza.
[2] Oficio del Departamento V de la Policía de Investigaciones a la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación sobre la muerte de Salvador González, sin fecha.
[3] Los informes de autopsia requeridos por estos oficiales podrían haber correspondido a Patricio Munita y Bautista Van Schouwen, ejecutados en diciembre de 1973 e ingresados a la morgue como NN, bajo protocolos 3950 y 3951. La ficha dactiloscópica del protocolo 3951, obtenida por la periodista Nancy Guzmán para su libro “Un grito desde el silencio” (LOM, 1998), señala que la identidad fue “Informada por teléfono el 3 enero 1974”. En septiembre de 1991, cuando el Registro Civil revisó las fichas dactiloscópicas de cadáveres NN en la morgue, confirmó que el protocolo 3951 correspondía a Bautista Van Schouwen. Los protocolos de autopsia de ambos no se encuentran actualmente en el Servicio Médico Legal y según la investigación de Nancy Guzmán, la DINA se habría quedado con ellos. En febrero de 1974, la DINA desenterró los restos de Van Schouwen y los hizo incinerar. El cuerpo de Munita fue rescatado meses antes por sus familiares e inhumado en otro cementerio.
[4] Este relato se basa en la declaración judicial de Mitzi Contreras Bell, 4 agosto 1987, en el expediente de la querella criminal por el homicidio calificado de Enrique Ropert Contreras presentada por su padre en 1987 ante el 20 Juzgado del Crimen.
[5] En declaración judicial el 1 de agosto de 1989 por el caso de Enrique Ropert, el abogado Fernando Guarello afirmó que Lucía Salas se lo había confirmado al encontrarse con ella en el Ministerio de Defensa.
[6] Paula Chahin, “En un camión de pollos trajeron a Van Schouwen”, La Nación, 5 septiembre 1991.
LEA MAS:
- Panorama General: El circuito burocrático de la muerte – Ejecuciones en Chile 1973
- Base de datos: Cuerpos ingresados al Servicio Médico Legal, 1973
- Vea el mapa interactivo
- Dentro del Instituto Médico Legal (I): Cadáveres al amanecer
- Dentro del Instituto Médico Legal (II): “Autopsias sucintas”
- Dentro del Instituto Médico Legal (III): De la morgue al Cementerio
- Ejecutados políticos: ¿150 nuevos casos?
- Registro Civil: Identidades cruzadas, cuerpos sin nombre
- El agujero negro de las fiscalías militares
- Consejos de Guerra: Ejecutar primero, enjuiciar después
- Tribunales militares en tiempo de Guerra: Autoridad absoluta
- El silencio del cemeterio
- Las incongruencies del SML – Cementerio General
- El extraño caso de los dos Luis Curivil
- Victor Jara y Littré Quiroga
- Cuerpos flotando en el Río Mapocho
- Suicidio Allende: Informes forenses 19 julio 2011
- El Libro Transfer del Instituto Médico Legal